10 de agosto de 2014

Gauguin Polynesia

Era un día de aquellos en lo que necesitas hacer de esas cosas que haces cuando necesitas volver a reencontrarte. Normalmente cosas que haces desde hace tiempo, que quizás ya no te interesan como antes, pero que te llevan a conversar con tu yo esencial; una forma como otra cualquiera de buscar nuestra verdad. Como un rito de reencuentro personal, como un aniversario. Una tradición. Un lugar común de tus yos del pasado, tu yo presente y todos los futuros.

Paseaba sin rumbo entre hermosas pinturas. Grandes conocidos y amigos. Me hablaban de mi cuando contemplaba también pinturas suyas en Madrid: Sisley, Manet, Degas, Picasso...
Estábamos en una sala dedicada casi por completo a Gauguin, con algunas du sus pinturas iniciales, y muchas de su última época también en la Polinesia.

Él estaba delante de un enorme cuadro de Guaguin. Ella se coloca delante de él, de espaldas. Él la abraza, en abrazo lento y profundo. Haciendo gigante la distancia entre ambos y el cuadro, entre ambos y el mundo.

Tras varios segundo, minutos, años, mundos, me descubro a mi misma en posición paralela a ella. Mi brazo rodea mi cintura, puedo cerrar los ojos y sentir la presión. Puedo sentir su cuerpo contra el mío, a tan sólo 30 cm o 30 vidas.
O 30 obras más de Gauguin.

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